El hijo de Rubén Darío que está en la historia de Puerto Santa Cruz » Pasó Hoy

El hombre observa el mar desde un amplio ventanal, mezclando la curiosidad por el lugar elegido y el recuerdo de su lejano terruño. Es el médico del pueblo, de ese pequeño lugar llamado Puerto Santa Cruz

Para sus habitantes es el Doctor Darío, a secas. Efectivamente se trata de Rubén Darío Conteras, hijo del afamado poeta nicaragüense Rubén Darío. Su madre, de quien tiene escasos recuerdos, también fue una consagrada poetisa con un temprano final a los 23 años.

Puerto Santa Cruz tiene poco menos que un millar de habitantes y sigue conservando el recuerdo de haber sido capital del Territorio Nacional, hasta que un gobernador, por “cuestiones geopolíticas” o “enamorado de una tehuelche cuyos toldos se encontraban cercanos a Río Gallegos”, decidió el cambio de la capital, que sigue siéndolo hasta ahora.

Así se ha construido esta leyenda en la histórica ciudad, testigo de desembarcos, riquezas fallidas, crímenes impactantes, etc. Lo cierto es que era un lugar gris, con una ría donde el caudaloso y emblemático Río Santa Cruz entrega su vida al mar.

Era la localidad el epicentro de las revueltas obreras de 1921 que culminaron con el fusilamiento masivo de peones rurales. Allí, en la pedregosa playa de ese río fueron asesinados alevosamente dos obreros anarquistas, Domingo Islas y Miguel Gesenko, por orden del comisario Gustavo Sotuyo, un “chacal”, al que denunció el capitán de fragata Dalmiro Sáenz, ya que los tripulantes del buque “Almirante Brown”, observaron cómo eran apaleados los infortunados presos.

Como primera medida, el marino envía al médico de a bordo, Dr. Ramiro Goya, para reconocer los cadáveres.  El comisario Sotuyo, ante este hecho que altera sus planes, le pide al médico de la Marina que le dé un certificado de que Islas ha muerto ahogado. Pero el médico se niega y comprueba que Islas ha sido muerto a palos. El episodio terminará con el criminal comisario detenido y juzgado.

Pero nada de eso se habla abiertamente en este pueblo. Algunos como el español Adolfo Oroz, es uno de los pocos que se atreven a contar de la barbarie vivida casi una década atrás.

No sabe por qué, pero ese paisaje agreste, gris y salvaje lo cautiva al joven médico costarricense, afincado en la Argentina. Carbón, baldes para el agua, toda una postal diferente a su vida de los últimos años en Buenos Aires.

En ese tiempo el médico Darío se ha hecho amigo de don Constancio Borea, dueño del Almacén de Ramos Generales. A él le ha contado prácticamente su vida, comenzando por su nacimiento en la lejana Costa Rica. “Mi madre se llamaba Rafaela Contreras y murió muy joven, a los 23 años, de una dosis excesiva de cloroformo, anestesia, para que se entienda”.

“Ella era una poetisa y cuentista muy promisoria, añade nostálgico Darío. Ambos se conocieron cuando eran niños en León, Nicaragua, en la casa de su tía Rita Darío de Alvarado. Ellos jugaban y bailaban en las novenas dedicadas a la Virgen María en su casa de habitación, en la casa de su tía abuela Bernarda Sarmiento.

Rafaela era hija de Álvaro Contreras abogado hondureño, orador y un gran unionista centroamericano y Manuela Cañas costarricense. Años más tarde Rubén toma la dirección del periódico La Unión en El Salvador.

Allí ambos se encuentran de nuevo ya que ella allí colaboraba con el matutino. Rafaela era escritora y publicó nueve cuentos en total, bajo el nombre de Riverie que significa (ilusión, o sueño). Su seudónimo era Stella.

Inmediatamente después de casarse debieron partir para El Salvador, por un golpe de estado en el que destituyeron al presidente, general Francisco Méndez, quien murió de un ataque al corazón, por la traición, ya que quien lo derrocó era su yerno, general Carlos Basilio Ezeta.

El miércoles 11 de febrero de 1891 fue celebrada la boda religiosa en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de Guatemala, República de Guatemala. Fueron padrinos el doctor Fernando Cruz, el licenciado Francisco Lainfiesta, y el poeta cubano José Joaquín Palma.

Dos años después, a punto de ser sometida a una intervención quirúrgica, una sobredosis de anestesia se llevó la vida de mi madre”, concluyó narrando Darío. Tanto dejó el nicaragüense en Argentina que lo único que legó a su primogénito, Rubén Álvaro Darío Contreras, del que se despidió a los nueve meses de edad para no volver a verlo hasta 18 años después, fue una red de contactos para que pudiera salir adelante en la capital porteña.

En 1916, llegué a este hermoso país, viví en la ciudad de Buenos Aires, revalidé mi título de médico y ejerzo esta amada profesión. Además, fuí diplomático y representé a Nicaragua en eventos de gran importancia sociocultural.

“Me desempeñé como cronista, periodista, escritor y muy poco de lo que era mi pasión anterior: ser concertista de piano. “Y que vino a hacer acá…?, pregunta el comerciante Borea.

“Vea, yo desde el año 1920 trabajo para el servicio diplomático de Nicaragua y me pidieron que venga a conocer este destino, que resulta tener mucha potencialidad sobre todo en el rubro de la madera. Pero en el mientras tanto aprovecho a conocer estos lugares, escribo y veo como crecen mis hijos en este lugar.”

Aquí me hice de muchos amigos, entre los pacientes que atendí. Cada tanto viajo a Lago Argentino, hace poco atendí a don Jesús Iglesias a quien tuve que operar. Tenía una hernia estrangulada y no hubo otra alternativa que intervenir.

Además, dice el médico, en un rato salimos para el campo a atender a un paciente, pese a la nevada don Francisco Taboada me llevará en su vehículo. Yo soy un agradecido a este país. Empecé mis estudios de medicina en la famosa universidad de Heidelberg de Alemania y me gradué en la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

El facultativo se despide y marcha hacia la zona rural para cumplir con su obligación profesional, pero la nieve es impiadosa en estos inviernos de estepa y cañadones. Don Taboada y el doctor Darío tendrán que ser rescatados al quedar detenidos por la nieve.

Pasan los meses y un día el médico, acompañado del Juez de Paz se acerca al almacén de Borea. “Vengo a despedirme, dice, ya que me marcho a otros horizontes. Han sido más de dos años acá y me llevo los mejores recuerdos. Quedese tranquilo que no nos vamos a olvidar de todos ustedes y seguiremos en contacto por carta ”.

El almacenero, saluda afectuosamente al facultativo y le agradece la promesa de comunicación. Pasan los años y la comunicación epistolar continua, hasta que en uno de los tantos envíos, ha llegado una caja tipo encomienda.

“Habrá que abrirla don Taboada, dice Constancio Borea. El español Taboada cumple con la orden y aparecen los ejemplares de un libro con un titulo muy sugestivo: “La amargura de la Patagonia”. “Así que en esto estuvo trabajando el doctor dice efusivo el almacenero. El revuelo que se va a armar en el pueblo”

Y así fue, la obra de Rubén Darío Contreras cuestionó las políticas de distribución de tierras y los intereses económicos que interactuaban para seguir acumulando hectáreas.

Según Héctor Roberto Paruzzo, destacado hombre de letras, “la trama de la obra se relaciona con tres inmigrantes: un gallego que mató al hijo de alguien importante por lo que huye de España y cambia su identidad; un francés de Marsella que se escapa del hogar paterno atraído por los mares; y un galés, veterinario que hace fortuna con la cría de lanas, pero por los precios bajos queda en la ruina por lo que emigra al nuevo mundo y llega a la Patagonia. El destino junta a los tres y se une un cuarto que es un médico que sin dudas es el propio autor que ejerció la medicina en esa zona. A través de los cuatro personajes Rubén Darío Contreras presenta un panorama sombrío, amargo sobre la corrupción de la vida política, caudillismo prepotente y testaferros, que se convierte en una denuncia social, un retrato de los paisajes de la Patagonia del siglo XX. Bitroche es algo menos que una aldea: un caserío de ciento cincuenta a doscientas almas, que se encuentra enclavado en plena precordillera andina. Durante la última parte de la primavera y todos los meses del verano existen vías de comunicación bastante buenas, tanto desde Río Gallegos como de Santa Cruz, Poncial y Coyle; pero en la época de los fríos intensos y sobre todo en aquellos años en que se producen grandes nevadas, los pobladores de la región quedan casi aislados del resto del mundo.

Su único medio de comunicación es el tránsito a lomo de caballo, y aún eso sólo en condiciones muy favorables. Las gélidas mesetas que los lugareños llaman pampa, las quebradas, los hondos cañadones de la Patagonia bastarían para imponerle espanto a cualquier hombre no muy acostumbrado a aquel ambiente. Vivir en la costa es cosa dura. Establecerse en la precordillera es algo digno de los más bravos personajes de la mitología pagana.

¡Con razón hay quienes sienten que sus fuerzas flaquean ante la sola contemplación de la inmensa muralla andina! Y por eso transcurrirán siglos y el mundo seguirá dominado por el asombro ante la hazaña del Gral. José de San Martín, cuando marchó al frente de aquellos, sus soldados con temple de leones y resistencia de osos para ejecutar su inmortal epopeya libertadora.

La crueldad de la nieve y la escarcha es tal allá en el inhóspito sur que no bastan años ni lustros de vida para que el hombre se considere amo de tan crueles elementos. Los pobladores más audaces vacilan antes de aventurarse a recorrer en automóvil los interminables y solitarios caminos.

El inflexible Padre Invierno siempre está dispuesto a segar la vida de los demasiado audaces. Un loco o un ignorante podrá manifestarse con voluntad para desafiar a la nieve; un hombre cuerdo jamás se mostrará deseoso de salir de los pueblos para internarse en busca de los minúsculos centros de población próximos a la cordillera de los Andes.

Quienes tientan fortuna en semejante aventura lo hacen impelidos por necesidades extremas”.

Rubén Darío hijo fue un destacado diplomático, embajador de Nicaragua ante Chile y Gran Bretaña, entre otros destinos. Además escribió otras obras de corte literario y otras como un gran aporte a la medicina.  Fue autor de volúmenes de cuentos como «El sapo de oro»; de poesía como «Wakonda» y novelas como «El manto de Ñangasasú» y «Cadena sin fin».

Murió en la ciudad de Buenos Aires, el 11 de enero de 1970, dejando una huella en diversos campos en la tierra que eligió para vivir.


Fuente: Pasó Hoy neuquen.uno recomienda los contenidos de Pasó Hoy

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